En este tema vamos a presentaros un problema que durante siglos ocupó a filósofos y científicos: ¿cómo puedo saber si la Tierra se mueve o está quieta? O, dicho de otro modo: ¿es la Tierra el centro del Universo o solamente un planeta más que gira alrededor del Sol? Aunque pueda pareceros un poco tonta esta pregunta, lo que queremos es acercarnos a la cuestión de un modo distinto: ¿cómo podrías demostrar por ti mismo una cosa o la otra? Está claro lo que nos diría la ciencia hoy en día, pero ¿serías capaz de argumentar de una manera razonable a favor de tu respuesta?
Los conocimientos adquiridos que podamos tener no son válidos solamente por el principio de autoridad, eso ya lo sabemos. Algo ya no es cierto porque lo dijera Aristóteles o Santo Tomás. Pero precisamente si hoy consideramos que la ciencia ha desplazado a la filosofía es porque autores como Galileo, por ejemplo, nos han mostrado que hay una forma diferente de llegar a la verdad: la investigación científica. Y de eso va precisamente el tema que ahora comenzamos.
Te planteamos pues dos experimentos diferentes. Uno sería el famoso experimento de la torre de Pisa. Si la Tierra se mueve, dicen los aristotélicos, lo que tiremos desde lo alto de la torre no puede caer a sus pies. Como cae a sus pies, dicen, esto demuestra que no se mueve (es lo que en Lógica hemos llamado un Modus Tollens, ¿no?). El otro experimento es el del barco. Exactamente igual, diría Galileo, tendría que ocurrir con lo que tiráramos desde el mástil de un barco en movimiento. Pero, como podemos comprobar, ocurre exactamente igual que en la Tierra. Un experimento y otro están relacionados, y con ellos podremos probar si la Tierra se mueve o no. Esta es la historia que queremos contarte.
Pero antes de empezar con Galileo hay que ver previamente cómo era el mundo antes de él.
Durante siglos se pensó que la Tierra estaba quieta en el centro del Universo. Como
consecuencia de la creación divina, a nosotros nos correspondía un lugar de importancia en el
Cosmos, y qué mejor lugar que el centro mismo.
Luego es evidente que la Tierra está quieta (nuestros mismos sentidos así nos lo dicen, ¿no?).
Casi podríamos considerar que lo natural es pensar de este modo. No observamos movimiento
alguno en el lugar donde habitamos. Si la Tierra se trasladase a la velocidad que hoy en día
nos dicen (106.400 km/h, o 29,5 km/sg., como prefieras), ¿cómo no lo íbamos a notar?
Además, las Sagradas Escrituras venían a dar la razón a los filósofos griegos (en el Eclesiastés
1, 4-5, leemos que la Tierra permanece siempre en su lugar, y en el libro de Josué, capítulo 10,
éste ordena al Sol que se detenga).
De esto modo, el sistema del Universo era geocéntrico, y todos los planetas giraban alrededor
nuestro describiendo círculos perfectos (pues el círculo es el movimiento perfecto, y la
perfección es lo que corresponde a los cielos mismos).
Claro que había un problema: algunos planetas, como hemos señalado, no se atenían a las
normas descritas por los filósofos y teólogos, y realizaban movimientos nada armónicos.
Constituían lo que el historiador de la ciencia T.S. Kuhn denominó una anomalía, un problema
sin resolver dentro de un paradigma, de una determinada manera de entender la ciencia.
Para Aristóteles la Tierra debe ocupar el centro del Universo por su propia naturaleza. Y es que
este autor conjugaba en su obra el pensamiento filosófico y la investigación científica, haciendo
una genial síntesis entre pensamiento racional y observación empírica. Así, a los cuatro
elementos naturales de la tradición griega le corresponden por su naturaleza una ubicación
propia, y la Tierra, al ser el elemento más pesado, pues debe estar en el centro mismo.
Todos los planetas, en cambio, tienen que estar hechos de un material distinto, que no pese. Es
el éter, el quinto elemento, ingrávido, sin peso. Por eso los cielos se mueven en la perfección
del círculo, y "no nos caen encima". Todo parece lógico, y cada cosa está en su sitio, en un
orden perfecto que los cristianos hicieron suyo (a mayor gracia de Dios, creador de este
magnífico cosmos).
Pero si el movimiento propio de los astros es el circular, en el mundo sublunar, es decir, en la
Tierra, el movimiento de los graves es distinto. Los cuerpos caen en movimiento rectilíneo.
Si yo tiro hacia arriba cualquier objeto, éste volverá a realizar posteriormente un
movimiento de descenso, ya que cada cosa ha de volver a su lugar natural, y lo natural en
lo pesado es el reposo.
Ahora bien, esto generaba algunos problemas dentro del sistema aristotélico, ya que, en un
principio, todo lo que se mueve tiene que ser movido por otro (si es algo inerte y no tiene
en sí mismo el principio de su movimiento, como los seres vivos).
En definitiva, el Universo aristotélico consigue ordenar el mundo, mostrarnos un Cosmos en
el que cada elemento natural ocupa el lugar que le es propio, pero planteaba al mismo
tiempo una serie de problemas, como vamos a ver a continuación.
En el universo aristotélico todo encajaba a la perfección: la Tierra, centro del universo por su
importancia y su propio peso; los planetas girando alrededor de ella, "engastados como gemas
preciosas" en esferas cristalinas de éter y, por último, la esfera de las estrellas fijas. El Motor
Inmóvil, Dios, mueve el mundo (en lo físico y en lo metafísico).
Pero el movimiento de los planetas, díscolos, hizo necesario introducir los mecanismos técnicos
llamados epiciclos, deferentes, excéntricas y ecuantes, con los que el recurso a la perfección del
círculo celeste quedaba a salvo.
Un epiciciclo es un círculo pequeño que realiza su trayectoria sobre otro círculo más grande (el
deferente), para, de esta forma, solventar siempre con círculos las trayectorias anómalas que
realizaban algunos planetas respecto a la Tierra. Una órbita excéntrica ocurre cuando el
movimiento de un cuerpo celeste respecto de la Tierra no es uniforme (ésta parece que deja de
ser su "centro" en determinados momentos). Por último el ecuante era el punto imaginario
respecto del cual el movimiento se mostraba uniforme.
Vemos pues que el sistema de los cielos se iba complicando, necesitando de numerosos
"artilugios técnicos" para explicar los movimientos celestes, lo que dificultaba enormemente la
elaboración de unas tablas astronómicas claras que permitiesen la navegación nocturna.
Además, los cielos ya no parecían tan perfectos (sino complicados y confusos, como vemos en
la siguiente ilustración).
Nicolás Copérnico fue el autor que, en el año 1530, planteó un nuevo modelo del universo
más simple y adecuado a la belleza, a la estética propia de los cielos.En su obra De
revolutionibus orbium Coelestium propuso un cambio del modelo geocéntrico por uno que
pusiera no a la Tierra, sino al Sol como centro de nuestro sistema, es decir, postuló un nuevo
modelo de universo, el modelo heliocéntrico.
Curiosamente, la obra de Copérnico no se publicó hasta el año 1543 (el mismo año de su
muerte). Y en ella, además, en su prólogo, Andreas Osiander consideraba que dichas
innovaciones técnicas no debieran sorprender ni molestar a nadie, puesto que se trataba en el
fondo de un simple cambio técnico que se podría añadir a las numerosas modificaciones ya
señaladas (se comenta que el sistema aristotélico-ptolemaico constaba ya por esas fechas de
70 esferas). Por eso, aunque no cuadraba del todo (exactamente) con las observaciones
astronómicas, el nuevo modelo pasó a imponerse entre diversos autores sobre todo debido a su
aparente simplicidad y racionalidad. Y este fue el principio del fin del sistema aristotélico.
El sistema copernicano tenía un logro evidente: volvía a la perfección clásica de la geometría,
reduciendo notablemente el número de esferas necesarias para explicar el movimiento de los
planetas (y de la Tierra misma, que pasaba a ser considerada como un planeta más, con tres
movimientos propios). Con su sistema se mantenían dos condiciones fundamentales de la
astronomía hasta entonces: la circularidad y la uniformidad de los movimientos celestes (al
prescindir del punctum equans o ecuante).
De entre los seguidores del nuevo sistema destacó por la importancia de sus observaciones
Tycho Brahe (estudió la nova de 1572 y el cometa que apareció en 1577, con lo que la
inalterabilidad del orbe celeste quedó en entredicho). Curiosamente este autor propuso un
modelo intermedio, un sistema mixto: la Tierra sería el centro del universo, y la Luna y el
Sol girarían a su alrededor (así como la esfera de las estrellas fijas). Pero los restantes
planetas lo harían alrededor del Sol.
Vemos pues como poco a poco las nuevas ideas van adquiriendo notoriedad y encuentran
eco entre los estudiosos de los cielos.
Pero quien aportó el empuje necesario para imponer definitivamente el sistema copernicano
fue sin duda Johannes Kepler. Aunque combinó teología y astronomía en su Mysterium
Cosmographicum, lo cierto es que en este autor es de fundamental importancia la
concordancia de las ideas geométricas y las observaciones empíricas. El Universo constituye
el mayor ejemplo de la racionalidad divina, de la perfección. Así, en su Astronomia nova,
afirma que "todos los planetas barren áreas iguales en tiempos iguales" (esta es la llamada
segunda ley de Kepler, que curiosamente fue descubierta antes que la primera).
Las mediciones obtenidas en el estudio de la órbita de Marte le llevaron a formular la primera
ley: "todos los planetas describen órbitas elípticas, con el Sol en uno de sus focos". La
circularidad de los cielos era uno de los principios hasta entonces intocable de la astronomía
aristotélica. Su sustitución por la órbita elíptica permite, sin embargo, la definitiva racionalidad
matemática, la simplicidad absoluta del sistema solar (en la que podemos ver la perfección
divina).
Finalmente, con la tercera ley que lleva su nombre, Kepler nos muestra las relaciones
matemáticas existentes entre las órbitas. Es el triunfo definitivo del platonismo sobre el
aristotelismo, la belleza de las matemáticas plasmadas en los orbes celestes. Las matemáticas
se imponen pues como el modelo a seguir; el método matemático aplicado a los cielos tiene
que extenderse al estudio de la naturaleza en su totalidad (en todos sus campos). La nueva
ciencia ha nacido: matemáticas y observación, método y experimentación. Los misterios de la
Naturaleza serán descifrados gracias a la aplicación de las matemáticas al mundo mismo.
Si Kepler proporcionó el modelo definitivo de nuestro sistema solar con sus leyes, Galileo
Galilei aportó las pruebas definitivas para derrumbar el sistema aristotélico.
Con sus experimentos, sus observaciones astronómicas y su novedosa metodología de trabajo,
Galileo mostró el camino a desarrollar en el futuro. En sus obras (escritas a la manera de los
diálogos platónicos, pero con la precisión científica necesaria) podemos observar la disputa
entre los dos sistemas del mundo, la ciencia clásica y la nueva ciencia. Sus problemas con la
Iglesia hacen palpable ese choque, esa tensión inherente que define a la revolución
científica.
Si Kepler proporcionó el modelo definitivo de nuestro sistema solar con sus leyes, Galileo
Galilei aportó las pruebas definitivas para derrumbar el sistema aristotélico.
Con sus experimentos, sus observaciones astronómicas y su novedosa metodología de trabajo,
Galileo mostró el camino a desarrollar en el futuro. En sus obras (escritas a la manera de los
diálogos platónicos, pero con la precisión científica necesaria) podemos observar la disputa
entre los dos sistemas del mundo, la ciencia clásica y la nueva ciencia. Sus problemas con la
Iglesia hacen palpable ese choque, esa tensión inherente que define a la revolución
científica.
Si Kepler proporcionó el modelo definitivo de nuestro sistema solar con sus leyes, Galileo
Galilei aportó las pruebas definitivas para derrumbar el sistema aristotélico.
Con sus experimentos, sus observaciones astronómicas y su novedosa metodología de trabajo,
Galileo mostró el camino a desarrollar en el futuro. En sus obras (escritas a la manera de los
diálogos platónicos, pero con la precisión científica necesaria) podemos observar la disputa
entre los dos sistemas del mundo, la ciencia clásica y la nueva ciencia. Sus problemas con la
Iglesia hacen palpable ese choque, esa tensión inherente que define a la revolución
científica.
Si hicieron falta siglos para poder comprobar lo que decía Galileo en la misma Luna, cabría
pensar que la postura sensata era la de los aristotélicos. El problema es entonces idear una
situación experimental en la que podamos comprobar nuestras hipótesis. Y aquí entra en juego
el "experimental mental": esa serie de situaciones imaginarias a las que Galileo enfrentaba a
sus contrincantes filosóficos, para llegar a contradicciones lógicas que hicieran ver lo absurdo
de su postura.
Y, por otro lado, está la cuestión del método científico. Galileo propuso una nueva forma de
enfrentarse a los problemas científicos: el método resolutivo-compositivo. Hoy preferimos
hablar del método científico como hipotético-deductivo. Pero la técnica que Galileo utilizaba es
similar, y parece avanzar lo que hoy en día hacen los científicos: la resolutio es lo que nosotros
conocemos como análisis, mientras que la compositio no sería más que la síntesis. Luego el
método propuesto es una conjunción de ambas formas de razonamiento (que vimos en los
temas de 1º, ¿te acuerdas?). La intuición o resolución me lleva a enfrentar los problemas,
buscando los factores que los componen. Hay que descomponer un problema en todas sus
partes, para luego, recomponerlos, a través de la reconstrucción o demostración en el
experimento, aislando así los factores que no sean importantes para cada caso (por ejemplo, en
el experimento anterior, la resistencia del aire).
No hay dos Físicas, una para los cielos y otra para la Tierrra. Hay solamente una, las mismas
leyes deben servir para explicar el movimiento en la Tierra y fuera de ella. La Tierra está
compuesta del mismo material que los mismos cielos, y es un planeta más que gira
alrededor del Sol.
La observación de los cielos le da la razón a Galileo: la superficie de la Luna es similar a la de
la Tierra. El mismo Sol presenta manchas en su superficie. Hay otros satélites girando
alrededor de otros planetas (los cuatro satélites de Júpiter). Además, las fases de Venus no
eran explicables dentro del sistema geocéntrico, y sí lo eran en el nuevo sistema heliocéntrico.
Las pruebas parecían darle la razón a los creadores de este "nuevo mundo".
Por otro lado, lo importante en primer lugar es observar el movimiento de los cuerpos, el
estudio de la Cinemática. Luego vendrá el estudio de las causas que hacen posible dichos
movimientos (la Dinámica). Pero hizo falta separar el estudio de una y otra, en primera
instancia, para hacer posible la caída del sistema, del paradigma aristotélico, y sustituir éste
por una nueva forma de entender la ciencia, basada en las matemáticas y en la
experimentación. (Tanto es así que hay quien dice que con Kepler y Galileo se produce en la
historia de la ciencia la venganza de Platón sobre Aristóteles; recordad el lema de la Academia:
"Nadie entre aquí sin saber geometría".)
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